NIÑOS EN RESISTENCIA
Eran 5 niños y 2 niñas. Se arremolinaban alrededor del carrito de helados. Una mujer, por minutos madre prestada, había hecho una de las promesas más importantes que se le pueden hacer a un niño: "yo brindo los helados". El más grande de los varones, de unos 12-13 años, dirigía y apaciguaba el concierto de gritos, seleccionaba los sabores y los entregaba. Las dos chicas, pre-adolescentes tenían el rostro apenas cubierto y las ropas sucias. Un pequeñito, que llegaba tarde a la fiesta, comenzó a halarle la franela a aquella mujer: "señora. señora, bríndeme un helado". Si, claro, contestó ella con cierto azoro.
El de la capucha verde, con cicatrices de vacunas y una barriguita "pandeada" ya había recibido su premio. Un helado entre amarillo y marrón que devoraba con placer. Y, de pronto, sentí un alivio mínimo. Es cierto, el piquete de la GNB, las ballenas, los escudos antimotines, las bombas estaban por empezar su jornada de represión. Pero, al menos por un rato, había helado y oraciones y bendiciones y cariño para esos niños. Los #NiñosdelaResistencia
Esos niños que descalzos, sucios, vulnerables, casi invisibles, se encapuchan quizás pensando que es un juego o quizás sabiendo que la Revolución, lo único que han conocido, les debe mucho más que un helado.
LA NORMALIDAD
Hace semanas escudriño mis fotos. Y las de los extraordinarios reporteros gráficos que tiene Venezuela. Y las de quienes, sin ser periodistas, ni fotógrafos ni reporteros, se atreven a sacar sus cámaras y celulares y documentan. Y veo los rostros de la protesta. Y los de la Represión. Es curioso. Mucho es el parecido.
Los rostros de los GNB, por ejemplo, son de venezolanos criollos, ese moreno canela con ojos café. O ese con cara de gocho de ojos achinados y cachetes rosados. Son jóvenes. Mucho menos que la Resistencia, pero lo suficiente como para recordar que poco vivieron de la Cuarta República que ahora parece una entelequia.
Me obsesiona tratar de comprender ¿por qué? ¿Por qué alguien tan parecido a mi se siente tan diferente? Lo suficiente como para concluir que soy su enemigo y debe exterminarme como a un insecto rastrero: fumigándome. O baleándome. O atropellándome. O torturándome.
No me convence el argumento del bono en efectivo.
Si. Me aflige y me obsesiona qué sucede del uniforme hacia adentro.
Y pienso en el concepto de normalidad. O sea, ¿todos somos "normales" hasta que nos dan un poco de poder? O ¿todos somos "normales" hasta que nos dan un uniforme y un morral lleno de lacrimógenas? ¿Todos somos normales hasta que nos encapuchamos?
No sé.
Estoy pensando en voz alta.
Creo que esta situación, obviamente, no tiene nada de normal. Por eso seres "normales" nos transformamos en monstruos en segundos.
Quizás.
El otro día, en la azotea de mi edificio, mi hermano se estrenaba en esta ola de protestas. No había visto a los GNB apoderarse de la Autopista ni bombardear nuestro edificio. Yo fui la primera en decirle cuando intentó lanzar un primer y tímido insulto: "No grites que después nos fumigan". Uno a uno los vecinos se sumaron: "Si. No tienes experiencia. Ya estamos entrenados. No hay que gritarles".
No habían pasado más de 10 minutos de estas exhortaciones cuando un GNB empezó a pelear con uno de mis vecinos. Y todos pasamos, -como un Ferrari-, de absoluta normalidad y compostura al griterío feroz de una turba que está dispuesta a destrozar a quien venga.
El GNB se bajó de la moto. Hizo el ademán de subir. Nadie se rajó. Le gritamos más duro. Buscó algo en un bolso. Yo pensé que sería un revolver, algo más letal. Pensé que si decidían subir no habría hacia dónde correr. Pero no nos intimidamos. Llegó un punto en que mi vecino le gritó: "Ven y pelea con estas dos a ver si tienes bolas". Por supuesto que yo estaba entre "estas dos". Proferí insultos que ni siquiera sabía que sabía.
El GNB lo pensó.
Se fue furioso.
Pero antes disparó 1 bomba lacrimógena en la azotea. Directo contra nosotros que, técnicamente, sólo insultábamos. Se montó en su moto. Iracundo Pero regresó. Del otro lado de la Autopista. Intentaba llevarse a unos manifestantes atrapados en una de las calles de atrás. Gritamos a todo pulmón para defenderlos. Lanzó la segunda bomba y mi hermano casi se asfixió. Pura pimienta. Yo le gritaba: "no corras, no corras". Iba dando tumbos, ciego, chocando contra las columnas. Yo iba detrás de él con apenas un ojo abierto, Polifemo vigilante, para que él no se hiciera mas daño. Le di el Maalox.
Y me miró con cara de estupor.
Si, está desentrenado.
LA NOCHE.
Horas después, ya de noche, salí a dar una vuelta de reconocimiento por Los Chaguaramos, Santa Mónica, Bello Monte, Las Mercedes, Chacao, Altamira, Los Palos Grandes y El Rosal. Algunas barricadas aún ardían. Se notaba la batalla de horas antes. Y entonces observe un piquete enorme resguardado, oculto en la oscuridad en el Distribuidor Altamira. Asechando. Apenas unos metros más allá los ví: 3 muchachos de Resistencia solos a las 9 de la noche defendiendo una barricada.
Me acerqué. Conversé con ellos. No tendrían más de veinte. Y me fui con una angustia de madre. Yo, que nunca he parido, estos días soy madre de todos esos muchachos. Son mis hijos. Nuestros hijos. No logro evitarlo. Los padezco, los sufro como si fueran mis muchachos que aún no han regresado a casa. Ando con el corazón en la boca cuando los veo. Con sus escudos. Con su convicción. Con su derecho a la protesta y a soñar un país mejor. No sabía que esa mamá habitaba dentro de mi. Supongo que así nos sentimos todas, Las que parimos y las que no.
Sólo digo: no permitan que esos, nuestros hijos. Mis hijos. Los que tienen casa y los que viven en la calle, se sientan solos en su lucha. Acompañémolos. Es imperdonable que 3 muchachos con apenas una capucha, un escudo y un par de molotovs estén solos peleando esta pelea. Hay que estar. Ser responsables. Son nuestros hijos.
Nuestros hijos solos en un toque de queda de facto. En un Estado Marcial que ni siquiera aspira ya a disimularlo.
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