Siglos despuès y tras una serie de desaciertos tecnològicos, los monjes tibetanos me mueven a escribir una nota que tiene que ser breve.
No es extraño, las rebeliones, por lo general, enfrentan a un todopoderoso opresor y a una minorìa que, invariablemente, està desvàlida y que solo cuenta con su convicciòn y su valor. Tibet no escapa a la regla. La matanza de monjes tibetanos y la persecuciòn china tiene ya demasiados años y demasiados testigos de piedra. Esta es una rebelìòn imposible, sin duda, no hay equilibrio de fuerzas posible y, sin embargo, los monjes, tercos, insisten en reivindicar sus derechos.
Hoy se cumplen cincuenta años de esta rebeliòn de monjes invisibles. Invisibles para los poderosos que prefieren seguir haciendo negocios con una China que se niega a respetar la autonomìa no sòlo territorial sino espiritual y religiosa del Tibet. Invisibles para los medios de comunicaciòn internacional que, hasta que no ven sangre, no se ocupan del tema. Invisibles para una gran porciòn del planeta. Pero muy visibles para una serie de organizaciones esparcidas por el planeta que persiguieron la antorcha olìmpica con el ùnico fin de protestar y ponerle un rostro no tan sonriente a los derechos de los tibetanos.
Como ven, entre la ùltima entrada y esta hay un animo bastante diferente. Supongo que podrìa haber optado por el shock de la ministra britànica que descubriò que los hombres de su paìs encuentran màs de una justificaciòn para golpear a sus mujeres o por el delicioso descubrimiento de la maldad de Santino, un chimpancè que esconde piedras para luego lanzarselas a los vigilantes del zoològico. No pude.
El orgullo que me produce pertenecer a la misma raza humana que esos valientes monjes tibetanos me lo impidiò.
Euridice
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