martes, 30 de enero de 2018

CARACAS POP: 50 de 450

     En  1967 sacudía sus cimientos como quien se despereza luego de un sueño demasiado largo. Altamira y Los Palos Grandes sufrieron la peor parte pero, aún así, en Las Acacias me cargaron escaleras abajo en una carrera inesperada. Caracas nunca decepciona: cuando crees que la conoces, te da un revolcón.


    Caracas es una ciudad. Pero también es una atmósfera, una banda sonora, un collage de sabores específicos y una serie de momentos que te construyen como persona. Y un grupo de personas que, con cada década, dejan su impronta en la ciudad y en la memoria de quienes la habitamos.

CIUDAD SAVOY.

     Aquella ciudad de los tempranos 70´s era del tamaño de aquel Mustang blanco con asientos color vino tinto a bordo del cual íbamos a buscar recortes de chocolate en el Edificio Savoy en Sabana Grande. Y sonaba a Pata Pata de Miriam Makiba y a Eva María de la Fórmula V. Era también aquel viejo Volkswagen amarillo que estacionábamos fuera de aquel galpón que era la cocina trinitaria de Rita`s Cook en Bello Campo o el Tropi Burger de Las Mercedes al que acudíamos con apetito voraz.

     Pero también era los San Ruperto por la Avenida Victoria y aquella iglesia diminuta de la Parroquia San Salvador y la panadería San Pedro al lado del Colegio San Pedro al lado de la Iglesia San Pedro donde desayunábamos -de vez en cuando- chuchos recién hechos con café con leche. Y aquella iglesia laberíntica en comunicación con el colegio donde, por algún descuido de las hermanas y algún exceso de curiosidad u osadía, terminé robando algunas ostias. Entonces tomaba lecciones de Catecismo para aquella Primera Comunión con tarjetas de pergamino repujado y la bizarra y excluyente opción de traje de monja o traje de novia. Para variar, no fui ni novia ni monja sino un invento extraño con cintillo en los indomables rizos que no tenían cabida en la época del Imperio Drene y aquella cuña de las morochas “pelolindísimo” en la iglesia de domo dorado que aún hoy es hermosa e imponente.

     Si, esa misma parroquia donde el actual Presidente de la República asegura haber nacido. Ese espacio de niños donde todos nos conocíamos.

     Pero mucho antes de eso, Bimbolandia -el parque de atracciones de Los Símbolos- con sus carritos chocones y sus cotufas y sus algodones de azúcar y luego aquellos refrescantes zumos de naranja de Mi Juguito. Y los chocolates Savoy de avellanas, almendras o frutas a 0,75. El mítico real y medio repartido en 12 cuadritos de gloria derritiéndose en la boca de una niña que jugaba pisé y al escondite en la calle con el resto de imberbes de la cuadra sin preocuparse demasiado. Era la época en la que RCTV y Venevisión eran enemigas acérrimas y luchaban por el rating enfrentando a Lupita Ferrer y José Bardina en La Zulianita con Marina Baura y Raúl Amundaray en La Usurpadora

    Cambios en las reglas de casa prohibieron las novelas luego de estar ya enganchada, así que escapaba cuando ya todos dormían -y en un volumen casi inaudible a escasos centímetros de la pantalla de un enorme televisor en blanco y negro- vivía los vaivenes y vicisitudes de la siempre sufrida Lupita Ferrer que, muy eventualmente, lograba un break con aquel idolatrado galán. Pero no rompía del todo las reglas, me volteaba pudorosamente cuando llegaba el momento del beso.

     Una ciudad ingenua que también sonaba a Dimensión Latina y a Taboga, Taboga mía y a  Rafaella Carrá que quería Fiesta.

    Era también aquel salón lleno de hare krishnas y bigotudos escuchando conferencias sobre abducidos y nombres armónicos espaciales de expertos en ovnis. La Caracas de Pancho Massiani y su Piedra de Mar y de las patotas y el Drugstore con sus perros calientes de 1 metro y sus gigantescos vasos de cerveza o los regalos enlatados y el Parque El Tolón. Era la ciudad del Secuestro del Niño Vega, del Monstruo de Mamera y de 4 Crímenes 4 Poderes que dieron lugar a una exposición espeluznante en la Zona Rental de Plaza Venezuela.

LEYENDAS DEL POLIEDRO

     Y de pronto El Rosal, con sus convencionalismos de clase media y sus sobrias quintas que coqueteaban con edificios pequeños de nombres Bilbao y Arantxa en honor al linaje vasco. Y una bicicleta Miyata con 6 velocidades para recorrer Las Mercedes con aquellas casas enormes, Valle Arriba con sus empinadas vías y viveros y Santa Fe… sorteando callejuelas, campos de golf e imponentes árboles. O Campo Alegre, Chacao, Los Palos Grandes y Altamira. De pronto la ciudad era mucho más grande con esa autonomía recién ganada en dos ruedas.

    La primera visita al Poliedro sería –si, esto es embarazoso- para ver al Chavo, a Kiko, a La Chilindrina. La segunda, para maravillarme con el Teatro Negro de Praga y su magia. Pero la tercera, esa sí que valió la pena, fue el intento fallido de colearme en el concierto de Peter Frampton. Escuché Baby I love your way afuera, semi maquillada y con unas hermosas sandalias de cuña y lona que no lograron convencer a ningún portero. El mismo intento fallido tuvo lugar cuando vinieron la Pantera de Boston, -todavía recuerdo la voz de Valdemaro Martínez anunciando On my Honor de Donna Summer en Éxitos 1090 cuya sede era una diminuta quinta que quedaba a cuadra y media de mi casa y que alguna vez logré visitar- y Asia. El ahora mítico 4,30 por dólar estaba vigente desde 1960 y Caracas era epicentro de toda gira musical que se preciara. Desde Rush, Toto, Van Halen, Nina Hagen hasta El Gran Combo de Puerto Rico y The Negrese Verts o Mecano. Todos venían. Era Caracas: una ciudad insomne con la gente más abierta y cosmopolita de la región.

     Y llegarían como una revolución gastronómica las donas de Kinky Donuts que hacían juego con la obligatoria franela surfista de Ocean Pacific. La vida, sin duda, era más simple entonces a pesar de que nos encontrábamos a las puertas de los 80s con su New Wave y Police y su Do Do Do Da Da Da y aquel premonitorio y alucinante álbum de B 52´s y su Private Idaho que sólo podía acariciar en la tienda especializada de Sabana Grande o de Chacaíto cuyos nombres se me escapan. Y aquella letra pequeña que rezaba: “el disco es cultura”.

     Sin duda, las ciudades son criaturas vivas que se nutren y retroalimentan de quienes las habitan en momentos específicos. Son atmósferas, sonidos, aromas y enormes lienzos de posibilidades para la creación y la destrucción. Ambas semillas están allí, latentes, esperando el momento para estallar y materializarse.  El caos de hoy era ya incipiente en aquella perezosa ciudad de los 50s a la que arribaron mis padres para estudiar en la UCV y enamorarse. Pero era imperceptible. Había que observar con demasiado detenimiento. Y tener, quizás, mucha pero mucha imaginación para avizorarlo. Estaba allí en El Hipocampo donde bailaban mis tías. Pero ellas no tenían manera de saberlo. Ni de intuirlo. Aquella era una sociedad ingenua y esa ingenuidad permeaba a la ciudad.

     Y fue quizás esa ingenuidad la que permitió que algunos monstruos creciesen sin control. A placer.

CARACAS GROOVIE

     Llegarían con algo de retraso, como siempre en aquella aldea que aún no era global, las ideas de Marx y Lenin. Las discusiones en círculos académicos. Y surgió el término ñángara. Y se escucharon en Radio rumbos y Yvke Mundial aquellos primeros éxitos de Alí Primera sobre los techos de cartón y el patrón mordiendo al obrero y las caras bellas de mi gente negra de Cheo Feliciano. Había afros y plataformas deambulando en las adyacencias del Gran Café, en las cercanías del Techo de la Ballena y nacieron aquellos primeros graffitis que mostraban el descontento tímido de algunas minorías. O ¿mayorías, tal vez? 

    Y, sorpresivamente, el reinado de las pelolíndísimo se desmoronó y  a finales de los 80s arribó “la permanente” a las peluquerías locales. Las melenas leoninas se extendieron por la ciudad gracias al personaje de Ligia Elena. Ese era el mainstream pero también se movían aguas subterráneas, el underground, el punk. Los cortes asimétricos, los flequillos enormes y rígidos a fuerza de laca. Y el negro. Y los sobretodos. Y los botines planos con puntas imposibles para la anatomía de un pie normal. Y las discotecas “de ambiente” y las “discos underground” para criaturas nocturnas. Y L*Antró en La Castellana y The Hole en el Centro Comercial Los Chaguaramos. Y el imperio de los porteros y los jíbaros. Y la invasión de aquella tornasolada sustancia blanca que circulaba abundantemente en baños y vehículos. Eran, finalmente, los 90s. 

     Y la ciudad era una jungla, la efervescencia del caos que se cernía pero apenas notábamos mientras saltábamos al ritmo de The Cure o REM y olvidábamos, convenientemente, que apenas en 1989 “los cerros” se habían asomado para despertarnos de nuestra somnolencia indolente y los amaneceres atravesando el umbral de la New York New York y su bola estroboscópica que después sería Palladium. Pocos años antes Queen cantaba We are the Champions bajo el domo del Poliedro pero Rómulo Betancourt se despedía causando un duelo nacional que redujo las presentaciones de los británicos a sólo dos.

     Las ciudades son experiencias personales. Y colectivas. Como los delirantes Festivales Internacionales de Teatro que organizaba Carmen Ramia y que se transformaban en la Fura dels Baus transitando por la Avenida Bolívar o un grupo aleatorio de locos a bordo de un barco en el Puerto de La Guaira. O aquella Ópera de Tres Centavos que se podía ver a media mañana en solitario en el magnífico Teatro Teresa Carreño o la maravillosa y ambigua presencia de Willem Dafoe como el Mesías en aquellas funciones a las 11 am en el Cine Prensa de la Avenida Andrés Bello y que, hoy, apenas es espacio para sermones evangélicos donde Cristo también vive los últimos días. Caracas urbe efervescente de cultura y arte. Y contracultura y underground. Y contradicciones.

     Los 90s llegaban con furia y las visitas al Poliedro se tornaron legendarias. Como aquel épico concierto de Guns n Roses en el que la Policía Metropolitana –la temida PM- con su uniforme azul marino intentaba contener la histeria colectiva y el Appetite for destruction que se apoderó de Caracas. 

     Poco después despertábamos de golpe y presenciábamos atónitos aquellos 27 segundos de Mesianismo que combinaron también con los desaciertos políticos cometidos por Acción Democrática y Copei ya bastante desconectados de lo que sucedía en barrios y calles de la capital. Aquel febrero vimos a un Carlos Andrés Pérez alerta ante la amenaza pero con el aplomo de quien sabe aplastará la Rebelión. Por ahora. Ese noviembre los cielos siempre azules de Caracas fueron surcados por aviones rebeldes en otra rebelión fallida pero no bien contenida. Una serie de eventos políticos y antipolíticos harto conocidos nos trajeron a 1998 y a aquella masa de votantes que decidió que Hugo Chavez Frías sería nuestro nuevo Presidente de la República. La Avenida Bolívar fue escenario –repetidas veces- de aquella fiesta que no parecía anunciar lo que venía.
                                                                                          
AMARILLO, AZUL PERO, SOBRE TODO, ROJO.

                Y entonces Caracas –Venezuela en realidad- se vistió de rojo. Rojas las franelas, rojas las guayaberas ahora muy de moda, rojos los números de criminalidad, rojas las cifras del gobierno que cada vez más se transformaban en un misterio parecido al de la Virgen María y la Anunciación. Progresiva y paulatinamente el rostro hinchado de aquel líder mesiánico se fue apoderando de toda la ciudad. En esa ubicuidad muralística,  Chávez hablaba con Dios y casi ocupaba la Creación de Miguel Angel en la Capilla Sixtina.

     Esta presencia constante ya la había anunciado el disfraz de aquel paracaidista con uniforme de camuflaje y boina roja que pidieron la mayoría de los niños entre 1992 y los tempranos 2000. Era también la voz, los interminables y. con frecuencia disparatados, discursos del Comandante el soundtrack de la ciudad. Aunque, por supuesto, Alí Primera y su canción de protesta no han dejado de sonar y todo aquel que tenía alguna franela del Ché Guevara comenzó a vestirla con orgullo. Hubo quien desempolvó libros de Marx. Hubo quien los leyó y memorizó por vez primera. La ciudad, el país entero, rendían culto al líder del cual ahora, en 2017, permanecen insistentes pero en proceso de desvanecimiento “los ojitos.”

REBELION CITY:

                En 2014 paredes, kioscos, columnas, aceras y hasta el mismo asfalto se llenaron de consignas reflejando una crisis económica y política sin precedentes. Mensajes en papel bond tamaño carta, pendones, pancartas y hasta sténciles decoraron la ciudad en una protesta testaruda, de una generación que se negaba a dejarse invisibilizar por un gobierno de Pensamiento Único. Y el soundtrack de las calles fue “¿Quiénes somos? ¡Venezuela! ¿Qué queremos? ¡Libertad!”. Fueron 43 los jóvenes asesinados en aras del “control de orden social”. 483 resultaron heridos y 1854 fueron detenidos. Algunos de ellos violentamente torturados, 33 casos fueron debidamente sustanciados. Los que pudieron emigraron. No podían salir a protestar pues irían directamente a prisión si eran atrapados protestando. Pero algunos, -suficientes- se quedaron y 3 años más tarde, en 2017, están de nuevo en las calles. Ahora organizados. Y han incendiado esta ciudad con molotovs y escudos de cartón al grito de “Yo soy Libertador”.


     Caracas ahora huele a basura, a barricada, a caucho quemado, a rebelión. Y a gas. Al cáustico e irritante gas que ha flotado sobre esta y otras ciudades del país desde hace ya demasiados meses. Y suena a motos y a gritos. Y, a veces, a silencio.  Y viste uniformes verdes y de camuflaje negros. Y, aunque aún en Las Mercedes las discotecas retumban hasta las 7 am, ya no hay areperas del trasnocho en cada esquina ni pubs afterhours. Ni conciertos incluidos en la gira mundial de Metallica o Foo Fighters.  Los más jóvenes usan pantalones pitillo – la versión más reciente de los inolvidables tubito- morral, máscara antigás y escudos de cartón piedra con cruces de Malta o mensajes de Resistencia. Hay filas de personas a las puertas de las panaderías y de los supermercados, pero también en las ventas de loterías y en las casas de Vende-paga y de carreras de caballos. Las puertas de casas y edificios están marcadas por sindicatos/mafias de obreros de la construcción que se disputan territorios.



     Es una ciudad devastada como lo fue Sarajevo en 1994. Y sus jóvenes y adultos recuerdan aquellas tempranas fotos de la Intifada en la Franja de Gaza. Pero es acá, en el Caribe, en la urbe que se estremeció en 1967 anunciando que 50 de 450 años serían cualquier cosa menos aburridos. Caracas ahora es Ciudad Caos, un escenario post-apocalíptico -aún pleno de guacamayas escandalosas y araguaneyes en flor- en el que nos miramos con desconfianza y furia los unos a los otros. 
          
          Pero no siempre fue así.

          Y no siempre será así.

     Si eres caraqueño, si has vivido en esta urbe el tiempo suficiente, sabes que Caracas sorprende. Muerde, es verdad. Pero no siempre.   

Nota: Este texto fue premiado por la Cámara de Comercio de Caracas en 2017 Mención Periodismo Impreso y fue escrito para la revista de esa institución. Me tomé la libertad de colgarlo por acá sólo para no olvidarlo y continuar con esta bitácora que me impide la desmemoria. 

2 comentarios:

Unknown dijo...

Doctora, se lo vuelvo a expresar, vía blog, entre aplausos: BRAVO!(Escribe usted, sublime, como los Dioses.) La admiro. Gracias por esta maravilla. Compartiendo...

Unknown dijo...

Eu, es un placer leerte siempre. Soberbia! regia! Felicidades!