No me voy a refugiar en el humor. Hoy no. No me voy a proteger y voy a escribir desde la más pura emoción. Desde la honestidad incómoda en la que normalmente habito.
Fluctúo entre la tristeza y la rabia, la desconfianza y la desesperanza, el desasosiego y la indignación. No soy persona de dar sermones ni proselitismos. Mi única militancia es la de la libertad de pensamiento, expresión y acción. No pretendo decirle a nadie cómo vivir.
Y en este momento, cuando trato de expresar lo que siento todos los libros que he leído en mi vida se vuelven inútiles. No hay ninguna cita-citable que venga a mi memoria. Sólo me queda la certeza de haber vivido que jode. Y de tener, de eso estoy segura, inteligencia vivencial, inteligencia de calle. Y a esa apelo hoy.
Mi identidad primaria es la de persona, la de ser humano. Esa precede, incluso, a la de ser mujer que siento tan poderosamente cada día. Y es en esa identidad primaria, básica, esencial en la que creo. Creo que ser persona, ser gente, tiene que prevalecer sobre cualquier ideología política. Que esa inteligencia vivencial tiene que poder servir para extender puentes que te comuniquen con el otro.
A decir verdad, las ideologías políticas, las religiones, las cosmogonías, los ídolos no me han servido de nada para vivir mi vida. No estaba en mi naturaleza comprarle un manual con instrucciones a nadie. Santo o demonio. Y ha resultado complicado, pues la mayoría prefiere las etiquetas, las instrucciones, las identidades adquiridas incluso cuando pagan por ellas un costo inconmensurable: el de libremente decidir qué pensar, qué sentir, cómo actuar en cada situación, ante cada evento.
No pretendo entrar en el territorio desconocido para mi de la filosofía y las múltiples definiciones que de la libertad pueden hacerse. O entrar en las condicionantes e imposibilidades sociológicas y/o políticas de ser libre. Por ahí no van mis tiros. Lo que digo es que no he buscado conscientemente ponerme limitantes adicionales y eso me ha permitido relacionarme con gente muy variada que ha enriquecido mi vida. Por eso, cuando veo a gente talentosa e inteligente caer en la trampa de la lucha de clases o de la dialéctica irreconciliable de derechas e izquierdas no puedo menos que sentirme desesperanzada. Y cuando escucho a gente que también considero inteligente caer en el juego del insulto fácil o de ignorar la existencia y derechos del otro, pues también.
Después de lo que hemos vivido en este país de 1989 para acá, uno pensaría que habríamos aprendido a respetarnos, a reconocernos, a -por lo menos- sentirnos hermanados como venezolanos. Y si, ese es el tercer nivel de identidad que me recorre, el de ser venezolana.
Pero no.
Lo veo en la calle, en la televisión, en los testimonios de los que lloran y de los que respiran aliviados con la muerte de Hugo Chávez, en las palabras de los líderes revolucionarios, en twitter, en Facebook. Y no puedo evitar esta tristeza profunda. ¿Qué se necesita para encontrarnos? ¿Qué hace falta para respetar la libertad de pensamiento del otro? ¿Qué más hace falta para construir un país en el que quepamos todos sin apartheids de unos o de otros, sin revanchismo ni resentimiento?
Quizás para mi todo es demasiado personal.
Quizás me convendría un poco de ideología.
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