Hoy que google le dedica un doodle y que todos de una u otra forma añoramos su bigote y su energía desenfrenada corriendo por la tarima, recuerdo que, por algún azar que no es tal, Queen en el Poliedro fue mi primer concierto en una preadolescencia que se apuraba por crecer.
Había intentado engañar a los porteros en los conciertos de Peter Frampton y de Donna Summer, pero la cara de niña me delataba. Finalmente a Freddie pude verlo desde la olla y grité a todo pulmón con Bohemian Rhapsody y Another one bites the dust.
Los shorts blancos y el bigote que saltaban de un lado a otro me tenían alucinada, tanto así que no noté que estaba en medio de un grupo de fanáticos altísimos y que el oxígeno comenzaba a faltarme. Iniciaban los acordes de We are the champions cuando todo se volvió deliciosamente borroso. Tan borroso que casi no noté el momento en que alguno de los gigantes me tomó en brazos y me fue pasando de mano en mano hasta que salí de la olla, de las gradas, del recinto y fui a dar a la ambulancia de rescatistas que estaba afuera.
La verdad no recuerdo bien nada de eso. Sólo tengo claro que cuando volví la gente pedía el encore y Freddie volvía a entonar We are the Champions sólo para mi, como si se hubiese abierto una fisura en el espacio-tiempo y aquel flaco atormentado pudiese cantar eternamente en la tarima del poliedro que realmente todos éramos campeones, que todo era posible, que todo lo que viniese -y que de hecho vendría- después no sería en absoluto comparable con aquel mágico momento de mi primer concierto.
No sé dónde estará Freddie hoy, pero tampoco me importa, pues, a mis efectos, él sigue cantando We are the Champions en el poliedro de aqui a la eternidad. Y lo mejor de todo es que todavía le creo. Todavía siento que todos somos campeones.
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