El otro día vi, -no recuerdo dónde-, a alguien tecleando con decisión en una máquina de escribir y me asaltó de repente un alud de emociones y recuerdos: la máquina de escribir en cursiva de mi tía Nena cuando era una niña, la Olivetti en la que escribí mis primeros textos, la eléctrica que aún se usaba cuando en la FM de Capital escribía el noticiero, Enclave y Doble Vía, la última que compró mi hermano en un mercado de los corotos y que me emocionó tanto cuando la sacó del estuche.
La máquina de escribir. Uno de esos objetos que se convirtió en antiguedad mientras crecía. Igual que las Polaroid. Amé mi Polaroid con una pasión sólo comparable a la que sentía por mi pizarra de bordes fucsia y botones gris plata en la que se escribía sobre un polvo gris y que volví a ver, recientemente, como objeto de culto en la oficina de un amigo tan amante de los objetos especiales o raros como yo.
El tocadiscos. Creo que en realidad extraño el peculiar sonido de una pelusa en la aguja cuando me disponía a escuchar "Dance and shake your tambourine, tambourine, tambourine, tambourine..." o la siempre terrible posibilidad de que el disco se rayase y quedases condenado a escuchar el estribillo de "Hot Stuff" por toda la eternidad.
Y ni hablar de la cantidad de Long Plays que no me atrevo a botar, regalar, donar o siquiera vender pues forman parte de una suerte de culto sagrado a la música. Un ritual que me llevaba a dos tiendas de Chacaíto, suerte de catedrales del melómano iniciado -y de bajo presupuesto- que se hacía amigo de los dueños y pasaba horas tratando de decidir entre dos discos.
O las postales. Pocas cosas me gustaban más que recibir una postal. ¿Quién envía postales hoy en día? Basta con un sms o un email y listo. Y aunque es muy rico que te escriban a tu celular desde Kenya o Australia, no es ni remotamente tan emocionante. Y si, hubo una época en la que, a menos que yo quisiese, nadie podía ubicarme. Podía perderme del mundo sin sentimiento de culpa o mensaje alterado alguno.
Es curioso que tantas cosas que usé cotidianamente se hayan vuelto una antiguedad en un período tan breve.
Menos mal que aún me quedan los libros, los de papel, porque si no empezaría a temer que soy un dinosaurio y no me he dado cuenta ;)
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