En 1967
sacudía sus cimientos como quien se despereza luego de un sueño demasiado
largo. Altamira y Los Palos Grandes sufrieron la peor parte pero, aún así, en
Las Acacias me cargaron escaleras abajo en una carrera inesperada. Caracas
nunca decepciona: cuando crees que la conoces, te da un revolcón.
Caracas es una ciudad. Pero también es una
atmósfera, una banda sonora, un collage de sabores específicos y una serie de
momentos que te construyen como persona. Y un grupo de personas que, con cada
década, dejan su impronta en la ciudad y en la memoria de quienes la habitamos.
CIUDAD SAVOY.
Aquella ciudad de los tempranos 70´s era del
tamaño de aquel Mustang blanco con asientos color vino tinto a bordo del cual
íbamos a buscar recortes de chocolate en el Edificio Savoy en Sabana Grande. Y
sonaba a Pata Pata de Miriam Makiba y
a Eva María de la Fórmula V. Era
también aquel viejo Volkswagen amarillo que estacionábamos fuera de aquel
galpón que era la cocina trinitaria de Rita`s
Cook en Bello Campo o el Tropi Burger
de Las Mercedes al que acudíamos con apetito voraz.
Pero también era los San Ruperto por la Avenida Victoria y aquella iglesia diminuta de
la Parroquia San Salvador y la panadería
San Pedro al lado del Colegio San Pedro al lado de la Iglesia San Pedro
donde desayunábamos -de vez en cuando- chuchos recién hechos con café con
leche. Y aquella iglesia laberíntica en comunicación con el colegio donde, por
algún descuido de las hermanas y algún exceso de curiosidad u osadía, terminé
robando algunas ostias. Entonces tomaba lecciones de Catecismo para aquella
Primera Comunión con tarjetas de pergamino repujado y la bizarra y excluyente
opción de traje de monja o traje de novia. Para variar, no fui ni novia ni
monja sino un invento extraño con cintillo en los indomables rizos que no
tenían cabida en la época del Imperio Drene
y aquella cuña de las morochas “pelolindísimo” en la iglesia de domo dorado que
aún hoy es hermosa e imponente.
Si, esa misma parroquia donde el actual
Presidente de la República asegura haber nacido. Ese espacio de niños donde
todos nos conocíamos.
Pero mucho antes de eso, Bimbolandia -el parque de atracciones de
Los Símbolos- con sus carritos chocones y sus cotufas y sus algodones de azúcar
y luego aquellos refrescantes zumos de naranja de Mi Juguito. Y los chocolates Savoy
de avellanas, almendras o frutas a 0,75. El mítico real y medio repartido en 12
cuadritos de gloria derritiéndose en la boca de una niña que jugaba pisé y al escondite en la calle con el resto de imberbes de la cuadra sin
preocuparse demasiado. Era la época en la que RCTV y Venevisión eran enemigas
acérrimas y luchaban por el rating enfrentando a Lupita Ferrer y José Bardina
en La Zulianita con Marina Baura y
Raúl Amundaray en La Usurpadora.
Cambios en las reglas de casa prohibieron las novelas luego de estar ya
enganchada, así que escapaba cuando ya todos dormían -y en un volumen casi
inaudible a escasos centímetros de la pantalla de un enorme televisor en blanco
y negro- vivía los vaivenes y vicisitudes de la siempre sufrida Lupita Ferrer
que, muy eventualmente, lograba un break con aquel idolatrado galán. Pero no
rompía del todo las reglas, me volteaba pudorosamente cuando llegaba el momento
del beso.
Una ciudad ingenua que también sonaba a
Dimensión Latina y a Taboga, Taboga mía
y a Rafaella Carrá que quería Fiesta.
Era también aquel salón lleno de hare krishnas y bigotudos escuchando
conferencias sobre abducidos y nombres armónicos espaciales de expertos en
ovnis. La Caracas de Pancho Massiani y su Piedra
de Mar y de las patotas y el Drugstore
con sus perros calientes de 1 metro y sus gigantescos vasos de cerveza o los
regalos enlatados y el Parque El Tolón. Era la ciudad del Secuestro del Niño
Vega, del Monstruo de Mamera y de 4 Crímenes 4 Poderes que dieron lugar a una
exposición espeluznante en la Zona Rental de Plaza Venezuela.
LEYENDAS DEL POLIEDRO
Y de pronto El Rosal, con sus
convencionalismos de clase media y sus sobrias quintas que coqueteaban con
edificios pequeños de nombres Bilbao y Arantxa en honor al linaje vasco. Y una
bicicleta Miyata con 6 velocidades
para recorrer Las Mercedes con aquellas casas enormes, Valle Arriba con sus
empinadas vías y viveros y Santa Fe… sorteando callejuelas, campos de golf e
imponentes árboles. O Campo Alegre, Chacao, Los Palos Grandes y Altamira. De
pronto la ciudad era mucho más grande con esa autonomía recién ganada en dos
ruedas.
La primera visita al Poliedro sería –si,
esto es embarazoso- para ver al Chavo, a Kiko, a La Chilindrina. La segunda,
para maravillarme con el Teatro Negro de Praga y su magia. Pero la tercera, esa
sí que valió la pena, fue el intento fallido de colearme en el concierto de
Peter Frampton. Escuché Baby I love your
way afuera, semi maquillada y con unas hermosas sandalias de cuña y lona
que no lograron convencer a ningún portero. El mismo intento fallido tuvo lugar
cuando vinieron la Pantera de Boston,
-todavía recuerdo la voz de Valdemaro Martínez anunciando On my Honor de Donna
Summer en Éxitos 1090 cuya sede era una diminuta quinta que quedaba a cuadra y
media de mi casa y que alguna vez logré visitar- y Asia. El ahora mítico 4,30 por
dólar estaba vigente desde 1960 y Caracas era epicentro de toda gira musical
que se preciara. Desde Rush, Toto, Van
Halen, Nina Hagen hasta El Gran Combo
de Puerto Rico y The Negrese Verts
o Mecano. Todos venían. Era Caracas:
una ciudad insomne con la gente más abierta y cosmopolita de la región.
Y llegarían como una revolución
gastronómica las donas de Kinky Donuts
que hacían juego con la obligatoria franela surfista de Ocean Pacific. La vida, sin duda, era más simple entonces a pesar
de que nos encontrábamos a las puertas de los 80s con su New Wave y Police y su Do Do Do Da Da Da y aquel premonitorio y
alucinante álbum de B 52´s y su Private Idaho que sólo podía acariciar
en la tienda especializada de Sabana Grande o de Chacaíto cuyos nombres se me
escapan. Y aquella letra pequeña que rezaba: “el disco es cultura”.
Sin duda, las ciudades son criaturas vivas
que se nutren y retroalimentan de quienes las habitan en momentos específicos.
Son atmósferas, sonidos, aromas y enormes lienzos de posibilidades para la
creación y la destrucción. Ambas semillas están allí, latentes, esperando el
momento para estallar y materializarse.
El caos de hoy era ya incipiente en aquella perezosa ciudad de los 50s a
la que arribaron mis padres para estudiar en la UCV y enamorarse. Pero era
imperceptible. Había que observar con demasiado detenimiento. Y tener, quizás,
mucha pero mucha imaginación para avizorarlo. Estaba allí en El Hipocampo donde bailaban mis tías. Pero
ellas no tenían manera de saberlo. Ni de intuirlo. Aquella era una sociedad
ingenua y esa ingenuidad permeaba a la ciudad.
Y fue quizás esa ingenuidad la que
permitió que algunos monstruos creciesen sin control. A placer.
CARACAS GROOVIE
Llegarían con algo de retraso, como
siempre en aquella aldea que aún no era global, las ideas de Marx y Lenin. Las
discusiones en círculos académicos. Y surgió el término ñángara. Y se escucharon en Radio rumbos y Yvke Mundial aquellos
primeros éxitos de Alí Primera sobre los
techos de cartón y el patrón mordiendo al obrero y las caras bellas de mi gente
negra de Cheo Feliciano. Había afros y plataformas deambulando en las
adyacencias del Gran Café, en las cercanías del Techo de la Ballena y nacieron
aquellos primeros graffitis que mostraban el descontento tímido de algunas
minorías. O ¿mayorías, tal vez?
Y, sorpresivamente, el reinado de las pelolíndísimo se desmoronó y a finales de los 80s arribó “la permanente” a
las peluquerías locales. Las melenas leoninas se extendieron por la ciudad
gracias al personaje de Ligia Elena. Ese era el mainstream pero también se movían aguas subterráneas, el
underground, el punk. Los cortes asimétricos, los flequillos enormes y rígidos
a fuerza de laca. Y el negro. Y los sobretodos. Y los botines planos con puntas
imposibles para la anatomía de un pie normal. Y las discotecas “de ambiente” y
las “discos underground” para criaturas nocturnas. Y L*Antró en La Castellana y The
Hole en el Centro Comercial Los Chaguaramos. Y el imperio de los porteros y
los jíbaros. Y la invasión de aquella tornasolada sustancia blanca que
circulaba abundantemente en baños y vehículos. Eran, finalmente, los 90s.
Y la
ciudad era una jungla, la efervescencia del caos que se cernía pero apenas
notábamos mientras saltábamos al ritmo de The
Cure o REM y olvidábamos,
convenientemente, que apenas en 1989 “los cerros” se habían asomado para
despertarnos de nuestra somnolencia indolente y los amaneceres atravesando el
umbral de la New York New York y su
bola estroboscópica que después sería Palladium.
Pocos años antes Queen cantaba We are the
Champions bajo el domo del Poliedro pero Rómulo Betancourt se despedía
causando un duelo nacional que redujo las presentaciones de los británicos a
sólo dos.
Las
ciudades son experiencias personales. Y colectivas. Como los delirantes
Festivales Internacionales de Teatro que organizaba Carmen Ramia y que se
transformaban en la Fura dels Baus transitando por la Avenida Bolívar o un
grupo aleatorio de locos a bordo de un barco en el Puerto de La Guaira. O
aquella Ópera de Tres Centavos que se podía ver a media mañana en solitario en
el magnífico Teatro Teresa Carreño o la maravillosa y ambigua presencia de Willem Dafoe como el Mesías en aquellas
funciones a las 11 am en el Cine Prensa de la Avenida Andrés Bello y que, hoy,
apenas es espacio para sermones evangélicos donde Cristo también vive los
últimos días. Caracas urbe efervescente de cultura y arte. Y contracultura y
underground. Y contradicciones.
Los 90s llegaban con furia y las visitas
al Poliedro se tornaron legendarias. Como aquel épico concierto de Guns n Roses en el que la Policía
Metropolitana –la temida PM- con su uniforme azul marino intentaba contener la
histeria colectiva y el Appetite for destruction
que se apoderó de Caracas.
Poco después despertábamos de golpe y presenciábamos
atónitos aquellos 27 segundos de Mesianismo que combinaron también con los
desaciertos políticos cometidos por Acción Democrática y Copei ya bastante
desconectados de lo que sucedía en barrios y calles de la capital. Aquel
febrero vimos a un Carlos Andrés Pérez alerta ante la amenaza pero con el
aplomo de quien sabe aplastará la Rebelión. Por
ahora. Ese noviembre los cielos siempre azules de Caracas fueron surcados
por aviones rebeldes en otra rebelión fallida pero no bien contenida. Una serie
de eventos políticos y antipolíticos harto conocidos nos trajeron a 1998 y a
aquella masa de votantes que decidió que Hugo Chavez Frías sería nuestro nuevo
Presidente de la República. La Avenida Bolívar fue escenario –repetidas veces-
de aquella fiesta que no parecía anunciar lo que venía.
AMARILLO, AZUL PERO, SOBRE TODO, ROJO.
Y entonces Caracas –Venezuela en
realidad- se vistió de rojo. Rojas las franelas, rojas las guayaberas ahora muy
de moda, rojos los números de criminalidad, rojas las cifras del gobierno que
cada vez más se transformaban en un misterio parecido al de la Virgen María y
la Anunciación. Progresiva y paulatinamente el rostro hinchado de aquel líder
mesiánico se fue apoderando de toda la ciudad. En esa ubicuidad
muralística, Chávez hablaba con Dios y
casi ocupaba la Creación de Miguel Angel en la Capilla Sixtina.
Esta presencia constante ya la había
anunciado el disfraz de aquel paracaidista con uniforme de camuflaje y boina
roja que pidieron la mayoría de los niños entre 1992 y los tempranos 2000. Era
también la voz, los interminables y. con frecuencia disparatados, discursos del
Comandante el soundtrack de la ciudad. Aunque, por supuesto, Alí Primera y su
canción de protesta no han dejado de sonar y todo aquel que tenía alguna
franela del Ché Guevara comenzó a vestirla con orgullo. Hubo quien desempolvó libros
de Marx. Hubo quien los leyó y memorizó por vez primera. La ciudad, el país
entero, rendían culto al líder del cual ahora, en 2017, permanecen insistentes
pero en proceso de desvanecimiento “los ojitos.”
REBELION CITY:
En
2014 paredes, kioscos, columnas, aceras y hasta el mismo asfalto se llenaron de
consignas reflejando una crisis económica y política sin precedentes. Mensajes
en papel bond tamaño carta, pendones, pancartas y hasta sténciles decoraron la
ciudad en una protesta testaruda, de una generación que se negaba a dejarse
invisibilizar por un gobierno de Pensamiento Único. Y el soundtrack de las
calles fue “¿Quiénes somos? ¡Venezuela! ¿Qué queremos? ¡Libertad!”. Fueron 43 los jóvenes asesinados en aras del “control de orden social”. 483 resultaron heridos
y 1854 fueron detenidos. Algunos de ellos violentamente torturados, 33 casos
fueron debidamente sustanciados. Los que pudieron emigraron. No podían salir a
protestar pues irían directamente a prisión si eran atrapados protestando. Pero
algunos, -suficientes- se quedaron y 3 años más tarde, en 2017, están de nuevo
en las calles. Ahora organizados. Y han incendiado esta ciudad con molotovs y
escudos de cartón al grito de “Yo soy Libertador”.
Caracas ahora huele a basura, a barricada,
a caucho quemado, a rebelión. Y a gas. Al cáustico e irritante gas que ha
flotado sobre esta y otras ciudades del país desde hace ya demasiados meses. Y
suena a motos y a gritos. Y, a veces, a silencio. Y viste uniformes verdes y de camuflaje
negros. Y, aunque aún en Las Mercedes las discotecas retumban hasta las 7 am, ya
no hay areperas del trasnocho en cada esquina ni pubs afterhours. Ni conciertos
incluidos en la gira mundial de Metallica o Foo Fighters. Los más jóvenes usan pantalones pitillo – la
versión más reciente de los inolvidables tubito- morral, máscara antigás y
escudos de cartón piedra con cruces de Malta o mensajes de Resistencia. Hay filas de personas a las puertas de las panaderías
y de los supermercados, pero también en las ventas de loterías y en las casas
de Vende-paga y de carreras de caballos. Las puertas de casas y edificios están
marcadas por sindicatos/mafias de obreros de la construcción que se disputan
territorios.
Es una ciudad devastada como lo fue
Sarajevo en 1994. Y sus jóvenes y adultos recuerdan aquellas tempranas fotos de
la Intifada en la Franja de Gaza. Pero es acá, en el Caribe, en la urbe que se
estremeció en 1967 anunciando que 50 de 450 años serían cualquier cosa menos
aburridos. Caracas ahora es Ciudad Caos, un escenario post-apocalíptico -aún
pleno de guacamayas escandalosas y araguaneyes en flor- en el que nos miramos
con desconfianza y furia los unos a los otros.
Pero no siempre fue así.
Y no
siempre será así.
Si eres caraqueño, si has vivido en esta
urbe el tiempo suficiente, sabes que Caracas sorprende. Muerde, es verdad. Pero
no siempre.
Nota: Este texto fue premiado por la Cámara de Comercio de Caracas en 2017 Mención Periodismo Impreso y fue escrito para la revista de esa institución. Me tomé la libertad de colgarlo por acá sólo para no olvidarlo y continuar con esta bitácora que me impide la desmemoria.