Hay temporadas en las que no soy, simplemente, porque no escribo. Temporadas en las cuales las palabras no me bastan para traducir lo que siento, lo que veo, lo que vivo. Y entonces me quedo perdida, ausente. Como si mi vida fuese la de un personaje ajeno, fuera de mi cuerpo. Y ese personaje está en el cuadro de Munch lanzando un grito mudo.
A veces es sólo un asunto de rebelión, de soberanía personal. Ante la gritería externa, busco el silencio. Otras, es más como una imposibilidad de salir del estupor o de poder establecer un puente. La mudez de los últimos meses ha sido resultado de una combinación de todos esos elementos. Demasiada demagogia, demasiada mentira, demasiado ruido. Y entonces, me callé. Por un rato. Por elección propia. Porque a veces de tanto hablar o escribir a uno se le gastan las palabras.
Pero no quiero imaginarme lo que significa que te silencien. Que la orden venga de afuera. Que una autoridad cualquiera decida que no tienes derecho a decir lo que quieres decir. Lo que necesitas decir. Lo que te da placer decir.
Hace ya un montón de años fui despedida de la Televisora del Estado porque dije exactamente lo que necesité decir. Orgullosa, emocionada, feliz veía como salía al aire por el canal del Estado un programa llamado Giros en el que denunciaba la situación del Retén de Catia, hablaba del antejuicio de mérito de Jaime Lusinchi y corrupción en la IV República. Sabía que me despedirían. Lo asumí. Igual mis escasos seis meses en esa planta se parecían demasiado a la pasantía por un Ministerio. Pero, en realidad, esa ha sido casi la única experiencia cercana a la censura que he tenido en mi vida profesional. Por fortuna he formado parte de equipos en los cuales la consigna era retarnos, desafiarnos unos a otros y no tener intocables.
Por supuesto, siendo totalmente honesta, en los últimos años si ha habido un tipo de silencio forzoso que he experimentado casi como si me quemaran la piel. El de la desaparición de revistas y medios impresos críticos en los cuales los freelancers -como yo- teníamos el espacio para contar historias a fuego lento y sin la premura del diarismo. Ha sido tan duro que hay historias sin contar que casi me duelen, historias que se perdieron en mi propio conformismo y falta de audacia. Eso es innegable.
Pero, en algunos casos, mi blog sirvió para rescatarme de la frustración de no poder contar estas historias. Siempre me lo planteé como un espacio libre y una suerte de bitácora personal que no escapase a mi visión periodística. Creo que he sido fiel a esa premisa.
Por eso, la remota posibilidad de que Google o cualquier autoridad cerrase mi blog me resulta impensable.
Mi memoria es caprichosa, necesito colgar en alguna cuerda virtual emociones, sensaciones, recuerdos que, de otra forma -y a falta de testigos-, se escurrirían sin remedio en mi cerebro. Sin mi blog, perdería vivencias que sólo están guardadas en este formato digital. No perdería mi identidad, es cierto, pero habría agujeros enormes en mi biografía.
Y en ello me hizo pensar la situación de Arlette Montilla y su blog LetrasTiradas que fue bloqueado por Google bajo la acusación de haber colgado "contenido inapropiado". Más allá del doble discurso entre la defensa de la libertad de expresión y democratización de la comunicación que sustenta al social media y sus políticas puritanas y moralistas con respecto al arte, creo que lo peor de esa visión miope de algunas plataformas digitales, es la pérdida del tesoro privado que constituye un blog personal. Y, más aún, silenciar visiones y posturas que hacen avanzar al mundo al cuestionar los fundamentalismos de cualquier índole y aportar -y mostrar- tendencias y visiones alternativas, distintas al mainstream y al status quo.
Aún peor: en un país donde el control comunicacional por parte del gobierno es tan férreo, este tipo de políticas causan un daño significativo al ejercicio de las libertades individuales que el social media, internet y la red global tienen como bandera. Es cierto que todos aquellos individuos -artistas, fotógrafos, escritores, etc.- que han osado cruzar la línea de esa moral pacata a nivel mundial han sido censurados por Google, por Facebook, por Instagram. Pero eso sólo lo hace más repudiable y es más grave en un país como Venezuela donde nuestras libertades civiles e individuales han sido cercenadas a consciencia en los últimos años.
En síntesis, creo que Google, Facebook, Instagram y otras plataformas digitales necesitan replantearse su naturaleza y cómo afectan sus políticas a sus usuarios. Comprender que su esencia son sus usuarios y que el fundamentalismo moralista es tan dañino como el religioso o el político.
En lo que a mi respecta, parece que vuelvo a escribir en esta mi bitácora personal. Ahora con ganas de colgar algún "contenido inapropiado" sólo por molestar...