"Yo voy a ser como Diosdado. Ese si es un tipo exitoso. Ese es el Donald Trump de Venezuela". Risa generalizada y uno contesta: "Más bien el Pablo Escobar de Venezuela. Todo el mundo sabe lo que está haciendo pero nadie lo toca. Sale cara e` tabla en la Asamblea y en la televisión". "Claro -replica el primero- ¿o es que tú te vas a quedar pobre cuando ves a los demás robando?" Y de allí parte una disertación un poco errática acerca del éxito y cómo lograrlo y, pocos minutos después, acerca de La China -novia de uno de los presentes- y su falta de ambición. En ese punto dejo de prestar atención. No por nada, básicamente porque no conozco a La China...Pero esa conversación entre tres jóvenes de escasos 25 años me deja una incomodidad en el cuerpo y en el alma.
Tal vez esa incomodidad se disiparía sin consecuencias si no leyese periódicos ni escuchase noticieros. Si me declarase en vacaciones y me fuese a Coche, por ejemplo. El problema es que tengo la mala costumbre de cuestionar y para cuestionar tienes que estar informado. Y es allí donde la caída de 20 % en las reservas internacionales o las denuncias de Américo de Grazia le arruinan el café a uno. En Guayana existe el Cartel del hierro, el cartel de la cabilla, el cartel del aluminio y el cartel del oro. Eso, sin entrar a explorar la existencia o no de los tradicionales narcocarteles. Todo esto, por cortesía de la amable presencia e impune maniobra de los testaferros de la ya no tan nueva élite nacional: la revolucionaria.
Guayana no es un caso aislado. Ojalá. Guayana es un microcosmos del macrocosmos de corrupción en el cual se ha convertido todo el país. Y si, es cierto, no hay instituciones que controlen la voracidad de quienes detentan cargos de poder. No hay quien ponga coto al descaro de quienes heredan La Casona y cuelgan fotos en Instagram. No hay una Ley de Acceso a la Información que obligue a los funcionarios públicos a declarar su patrimonio antes de juramentarse. No hay controles. Pero tampoco hay una brújula moral.
Es imposible ignorar que, de algún modo, nos hemos convertido en una sociedad de cómplices. Sin quererlo, claro. La avalancha de escándalos es tal que la capacidad de asombro del ciudadano se ha convertido en un bien escaso. Pero la capacidad de reacción también. Y la indignación no pasa de ser una mueca, un disgusto privado. Por omisión o por cansancio hemos optado por encogernos de hombros y todos sabemos los nombres de los testaferros y de los delincuentes. Todos sabemos quiénes están dilapidando el país, quiénes nos han convertido en una República Forajida. Todos sabemos cuáles fortunas son mal habidas y quién tiene un doble o un triple discurso. Todos sabemos que la nueva aristocracia, la nueva gente de abolengo, los nuevos 12 apòstoles se apellidan Flores, Chávez, Cabello, Ramírez y Rangel, por ejemplo.
Y no hacemos nada al respecto.
Y esa parálisis nos vuelve cómplices, nos vuelve co-testaferros.
"¿Te vas a quedar pobre si todos están robando?". La frase regresa feroz, punzante...Y me quedo pensando que no parece lejano el día en que escuche a algún niño en la calle decirle a su madre:
"mami, cuando sea grande, yo quiero ser testaferro".
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