Es un hecho, en caso de crisis extrema, ni siquiera me queda la posibilidad de convertirme en narcomula. Quedan también fuera de cuestión líder de resistencia clandestina ciudadana (hace un tiempo que he tenido esta fantasía), espía o agente encubierta del FBI.
No sé si el problema deriva de mi formación judeocristiana, de mi crianza tipo andino o, simplemente, de mi naturaleza. De veras, no lo sé.
Lo que si sé es que mentir me cuesta una barbaridad.
Por supuesto que he cometido un montón de delitos y pecados a lo largo de la vida. En especial cuando, abandonando mi identidad de persona y ciudadana, he adoptado la de periodista, como un superhéroe que se coloca la capa y asume sus superpoderes particulares y entonces las reglas de su universo se transforman, se diluyen, se doblan. Reglas que están allí para romperse.
Todos hemos hecho algo incorrecto, ilegal o pecaminoso alguna vez. Nadie puede ser tan aburrido, tan impecable ni tan estúpido. Lo comprobé hoy.
Yo, que no soporto pasar al lado de un mendigo sin darle algunas monedas, que me quedo esperando la luz roja aunque el de atrás me grite y que pago todas mis cuentas religiosamente hoy, bueno, hoy fui el perfecto ejemplo de lo que NO se hace y si Marta Rodríguez Miranda me hubiese visto de seguro hubiera creado un micro sobre mi censurable conducta.
Todo pasó en el supermercado. (No me pidan que diga en cuál que todavía me acelera el pulso la posibilidad de ser descubierta).
Ya tenía el carrito bastante provisto, galletas integrales, detergente para lavar los platos con aroma tropical, una lata de peras en almíbar, salsa de tomate...había hasta un lomito de casi 3 kilos. Digamos que todo fluía. No había mazeite ni leche en polvo ni azúcar, pero ya a eso estamos casi acostumbrados en este nuestro país de intensa soberania alimentaria.
Ya el charcutero me había sonreido y me había rebanado el queso amarillo uruguayo -"lo más delgadito que puedas" como habitual y muy fastidiosamente pido-, ya había conversado con el carnicero y tenía un gran pollo en el carrito y para que los santos no se quejen también tenía una buena provisión de velas blancas y rosadas.
Como digo, todo iba maravilloso....hasta que se me ocurrió pensar, golosamente sin duda, que me hacía falta queso blanco. Me acerqué a la nevera del autoservicio y empece a escoger entre los quesos de huequitos. Por alguna razón no me convencía ninguno y además, por una falla en el etiquetado, no lograba leer qué tipo de queso era (¿palmizulia? ¿delizulia? ¿huecozulia?) Indecisa bajé la vista y me topé con lo que no supe de entrada si era queso guayanés o queso telita. No me gusta el queso telita así que evito confundirme.
Era guayanés. Fantástico.
Agarré uno de los estuches y lo acerqué para verlo. Excelente. Estaba fresquito, lleno de ese liquidito blanco (¿leche? ¿suero?)Estaba superhúmedo, fresco, ya me lo imaginaba derritiéndose en una de esas arepas integrales que preparamos en casa desde hace más de 20 años.
Pero picky, exigente, perfeccionista, necia como soy quise comparar. Era poco probable que hubiese agarrado el mejor queso a la primera. Tomé otro estuche. ¡Qué queso tan fresco, tan jugoso...está perfecto! En ese momento no sé cómo (y eso que he rebobinado la película mental varias veces) saltó, -sí, sé que saltó-, uno de los quesos más jugosos se salió del estuche y fue a dar a mis pies. Yo que me encontraba semiagachada, pues había un carrito atravesado en medio de todo el proceso, salté a mi vez sobre el queso y lo recogí. Palpé con mi mano derecha toda la suavidad láctea y semilíquida de aquel queso y lo empotré como pude en el estuche.
Miré a todos lados, nadie parecía haber visto nada.
En ese momento saltó el segundo queso y luego el tercero. Ahora había dos enormes y jugosos quesos en el mugre piso. Salté sobre ellos con las dos manos, no sé cómo lo logré pero volví a meterlos en los estuches que ahora por supuesto no cerraban. Los puse un poco más allá, al lado de los quesos de huecos.
Miré de nuevo a todos lados, no sabía qué hacer, no podía pensar, de mis manos goteaba la leche, el suero, el jugo, no sé, y en un impulso de locos empujé el carrito hacia delante buscando un recodo donde esconderme. Mis manos eran la prueba del delito, sentía como si en lugar de leche goteasen sangre, recorría el pasillo pegado a las cajas buscando algo que me permitiese secarme. Las carpas cercanas a las sandalias de playa eran perfectas. ¡Noooo, no señora no se meta en ese pasillo..! Seguí casi corriendo mientras evaluaba opciones: el pasillo de perfumería era inútil y el de galletas también.Ni qué decir del de compotas. LLegué hasta el último pasillo, el de los licores y los refrescos, tenían una nevera de comida congelada. Ya no tenía más posibilidades. Era eso o acercarme a los plátanos que se hallaban a lo que percibí como 2 kilómetros y 3 empleados de distancia. Tomé una bolsa de pez sierra congelado tratando de impregnarla de la leche y luego miré el salmón ahumado con esperanza.
Esto es inútil, pensé. Me agaché y me sequé en las botas de mis bluejeans. Ahora sólo quedaba un sospechoso aroma incriminatorio Y ¿si el guardian de los quesos me estaba buscando? Y ¿si el gerente que estaba en el teléfono venía a regañarme? Y ¿si había circuito cerrado y alguien me había visto en cámara y me estaba buscando? Tendré que lanzarles el lomito de 3 kilos y salir corriendo, pensé casi en serio. Tenía que contactar a mi madre que todavía se hallaba enfrascada en una estéril conversación con el carnicero. La llamé al celular: ¡vente ya! ¡Tenemos que irnos! ¿Qué pasó? replicó impertinente. Después te explico, corté tajante. Te espero entre el chardonnet y el Baileys. Colgué y me sentí como en una película de espías.
Asomé la punta del carrito y vi a lo lejos el autoservicio con los maltrechos quesos. Nadie me miraba. Todo parecía normal. Entonces pensé: ¿Y si voy y confieso? Y digo que me asusté y por eso dejé los quesos abandonados y huí y no dije la verdad enseguida? No. Mejor no. Lo mejor es irse. Si hubiese seguido mis instintos de pánico hubiese soltado el carrito allí mismo y escapado hasta el carro.
Decidí hacer la cola para pagar.
Mi madre que ya se acercaba gritó: ¡no hagas la cola todavía que nos faltan algunas cosas! Creo que mis ojos han debido estar a punto de salirse de sus órbitas porque apenas me vió se aproximó un poco más mansa. ¿Qué te pasa? preguntó casi en un susurro pero con cara de sospechosa. Nada. Volví a proyectar esclerótica, cristalino y córnea todo lo que pude. Después te explico. Está bien, aceptó a regañadientes.
Todavía nos tardamos eternos 12 minutos en el proceso de pago y empaquetado. Yo miraba disimuladamente por detrás de mi hombro esperando que viniese el charcutero a reclamarme, pero ¿qué pasó, acaso no te rebané tu queso delgadito, como tú querías? ¿Por qué me dañaste mis quesos? o el Gerente: Señora, señora, sabemos lo que hizo con nuestros quesos, los guayaneses. ¡No crea que se va a salir con la suya!
En el último minuto, sudando, impaciente y temiendo lo peor, recordé que había que sellar el ticket de estacionamiento. Envié a mi madre que era inocente y salí como un rayo con el empaquetador. Una vez que la lata de peras en almíbar, la salsa de Pimienta negra para marinar y el lomito estuvieron a buen seguro en la maleta del carro, le di una propina de 20 bolívares por su silencio. Claro que él no sabía nada, no era mi cómplice, pero seguro se lo pensaría antes de denunciarme ante el charcutero o el gerente.
Creo que no volveré a ese supermercado. Es más, creo que nunca más volveré a comer queso guayanés. No he logrado quitarme ese olor a crimen de las manos.
Por eso, ahora sé, estoy segura, nunca podría ser espía.