Tengo una terrible costumbre que incomoda y desconcierta a la mayoría de la gente. Data de hace más de 20 años y me ha acompañado toda la vida. Si Larry David me hubiese conocido, de seguro hubiese escrito un episodio de Seinfeld sobre mi. En realidad no sé bien cómo denominar ese mal hábito ¿el ñapiabrazo? ¿el abrazo mocho? No encuentro una expresión elegante como la de Almodovar y sus abrazos rotos.
No sé. Lo cierto es que hombres y mujeres tienen reacciones diversas a esta actitud casi automática en mi. Incluso, hay quien piensa que es un modo de expresar algún tipo de pasión erótica, que estoy intentando seducir. Nada más lejos de la realidad: no sé seducir. Nunca se me ha dado bien ese arte. Sólo estoy intentando conectar con la persona. Pero los desconocidos que padecen mi incapacidad de soltarme tras el primer abrazo, no lo saben y sospechan.
Y es que de verdad, es un hecho, soy incapaz de soltarme de un abrazo. Especialmente si el primer intento ha sido insatisfactorio. Digamos que la persona a la que abrazas no te conoce demasiado y te estrecha tímidamente, con escrúpulos o quizás un poco tensa, entonces ahí voy yo, en automático y sin piedad, por mi segundo intento: el abrazo mocho. Porque, invariablemente, ese segundo apretón me deja más insatisfecha que el primero y encima, cuando tomo consciencia -normalmente durante el acto- sonrojada a más no poder.
Al parecer hay una etiqueta para los abrazos. Al menos eso intuyo porque para mi el único abrazo válido es el intenso, que se da con todo el cuerpo, corazón a corazón y con una entrega de por lo menos un minuto -mínimo-. Ese abrazo que es casi como descansar el uno en el otro, como dejarse ir con absoluta confianza. Digo que creo que hay una suerte de protocolo, pues los he visto: hay los abrazos polite, breves y al grano; los abrazos sonoros, esos que van con palmadas y altas expresiones de afecto y los abrazos incómodos, esos que se dan dos personas tras largo tiempo sin verse pero que cuando los cuerpos se juntan, se repelen.
Claro que están los otros, los que me gustan, los que intento darle a todas las potenciales víctimas que se me atraviesan. Los laaaargos, cercanos y que alimentan el alma y calman el ritmo del corazón. Son muy inusuales por estos días y, quizás por eso, me la paso siempre cayendo en el abrazo mocho, ése que busca compensar lo que no recibí a la primera.
En fin, que cuidense de mi si me ven por ahí. Y si por algún azar del destino nos topamos, me disculpo por adelantado, probablemente serán víctimas de un "sobreabrazo", de un abrazo mocho. O mejor, abracénme bien a la primera y así no tendrán que sufrir.
Ah, por cierto, sé muy bien de dónde proviene este hábito casi proscrito: de mis años en el Auditorio del Módulo 4. Todo es culpa del Teatro UCAB. Lo sé.